Ella nunca creyó en el destino.
Ni en sus manos posadas en su cintura.
Ni en los ojos que miraban los suyos
o las sonrisas que esbozaba.
Ni en sus labios besando el mismo beso
que ella besaba,
en sendas mejillas sonrojadas.
No creyó tampoco en dulces palabras,
en aquellas que a sus oídos llegaban.
Ni en caricias, llamadas, abrazos.
Mensajes, promesas o regalos.
Todo aquello eran risas enlatadas,
conversaciones prefabricadas,
un juguete roto de segunda mano.
No, ella nunca creyó en el destino.
Y a día de hoy,
tampoco.
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